Fin de época
Parecía que este año 2009 iba a ser el año de Barack Obama, tantas eran las expectativas que este había suscitado. Sin defraudar a sus partidarios inteligentes y sensatos –aunque sí, quizás, a los ingenuos que pasan súbitamente del excesivo entusiasmo a la más amarga de las decepciones–, el panorama internacional no se ha centrado exactamente en el protagonismo de Obama, sino en la sensación de que nos encontramos al final de una época, un final que se refleja, sin duda, entre otros componentes, en la personalidad del nuevo presidente norteamericano, pero cuyo alcance es de mucha mayor amplitud y envergadura.
¿A qué época ponemos fin? A aquel alegre y confiado periodo que empezó hace veinte años, en 1989, con la caída del muro de Berlín, símbolo del desplome definitivo del imperio soviético, y pretendió ser el comienzo de una venturosa etapa de paz y prosperidad sin fin bajo la hegemonía de Estados Unidos en todos los terrenos: económico, político, militar y cultural.
En efecto, los ideólogos que consideraban la guerra fría el rasgo definitorio de la situación mundial desde 1945 no podían tener otra respuesta. Según ellos, desde esta fecha el mundo hubiera sido perfecto si no fuera por la amenaza de la Unión Soviética. Por tanto, el fin de esta amenaza debía coincidir con el comienzo de la felicidad, el tan esperado happy end de un periodo de dificultades y guerras con un único culpable, el comunismo, que acababa de ser derrotado. Desde esta perspectiva, 1989 suponía el comienzo de una nueva etapa, ya liberada del conflicto principal, que conformaría un nuevo orden mundial más seguro, democrático y pacífico. Conseguidos los últimos objetivos militares, las guerras –y otras calamidades diversas– habían terminado.
Pronto se comprobó que, por lo menos desde el punto de vista militar, ello no era cierto. La causa de los conflictos militares no estaba en la voluntad expansiva de los soviéticos, sino en un mundo con las riquezas excesivamente mal repartidas, con fanatismos crecientes que generaban enfrentamientos, con intereses económicos estratégicos en conflicto –fuentes energéticas, necesidades de salida al mar, minerales imprescindibles para nuevas tecnologías, comercio de drogas– y con una industria armamentística clave para la prosperidad económica de los grandes países que necesitaba seguir vendiendo los productos que fabricaba. La guerra del Golfo, el conflicto palestino-israelí, las guerras de los Balcanes y del Cáucaso, los exterminios africanos en Ruanda y Congo, Iraq y Afganistán, han sido o son las caras más visibles del fracaso. Además, el ataque a las Torres Gemelas fue el gran aviso de que una guerra de nuevo tipo estaba empezando en un mundo distinto.
La crisis financiera que comenzó en Estados Unidos en agosto del 2007, ramificada rápidamente por todos los países occidentales y que, debido a la globalización de la economía, provocó inmediatamente una crisis económica generalizada en todo el mundo, confirmó aún más el presagio de que el optimismo de 1989 fue un simple espejismo sin base alguna. Ya lo hemos visto: ni paz, ni prosperidad económica, ni democracia política. Tampoco una creciente cohesión cultural en torno a los valores occidentales de libertad e igualdad. Al contrario, aumento del fanatismo islamista, indiferencia asiática hacia los principios ilustrados basada en un misticismo vagamente panteísta, terrible masacre entre hutus y tutsis, fundamentalismo sionista de Israel en su cruel ataque a Gaza, inquietante renacimiento del racismo cultural europeo, no sólo en los Balcanes y en el Cáucaso, sino también en la misma Europa occidental con motivo de la inmigración y con la excusa del terrorismo. En definitiva, un mundo nuevo con viejos problemas no resueltos en fase de continua redefinición y adoptando formas muy diversas. Frente a esta visión pesimista, también hay motivos de optimismo. Uno de ellos es, sin duda, Barack Obama. Lo era hace un año, recién elegido, lo sigue siendo ahora tras casi un año de presidencia.
Frente a la visión norteamericana post-1989 de que existía un solo amo del mundo y que los intereses de Estados Unidos debían situarse por encima de todo –über alles, de trágico recuerdo–, Obama aporta una visión no dogmática, sino pragmática, de los problemas actuales. Reconoce la realidad y se pone en la piel de los demás; a partir de sus firmes convicciones está dispuesto a negociar, tal como demostró, en el plano interno, con la nueva ley de sanidad; actúa con mentalidad global y rechaza el unilateralismo de Bush.
Un segundo motivo de optimismo es el rediseño fáctico de los poderes mundiales. Del ya inoperante G-8 estamos pasando a un más equilibrado G-20 con nuevos líderes: China, India, Brasil y Rusia, además de Norteamérica y Europa. Esta última, algo apagada en los últimos tiempos, debe frenar ya las reformas institucionales –el tratado de Lisboa debería ser de larga duración– y dedicarse a las reformas económicas y sociales efectivas, así como a la participación con posición propia en los grandes asuntos mundiales. Desde el punto de vista estratégico, intensificar su colaboración con Rusia –hacer llegar su influencia hasta el Pacífico y hasta Oriente Medio– debería ser un objetivo primordial.
Final de una época y comienzo de una década. Todo es posible, lo malo y lo bueno. Quien hace predicciones se equivoca. Carpe diem.