JOAN B. CULLA I CLARÀ
Un gravísimo error
JOAN B. CULLA I CLARÀ 04/06/2010
"Es peor que un crimen, es una equivocación". La frase, atribuida a Talleyrand, fue pronunciada en realidad por el jurista Antoine Boulay de la Meurthe para describir el secuestro al otro lado de la frontera francesa y el inmediato fusilamiento, en 1804, del duque de Enghien -un príncipe de la casa de Borbón- por orden de Napoleón Bonaparte. La histórica frase sirve también a la perfección para calificar el asalto militar israelí contra la flotilla que pretendía arribar a Gaza, la madrugada del pasado lunes.
Equivocación, porque unas fuerzas armadas tan duchas y sofisticadas como las israelíes debían haber sido capaces de tomar el control de los buques sin causar bajas mortales entre los activistas que iban a bordo. Equivocación, porque el episodio evoca en la memoria del mundo uno de los mitos fundacionales del Estado hebreo -el asalto de los marines británicos al Exodus 1947, en julio de ese año- y realimenta el tópico antiisraelí más recurrente de las últimas décadas: de víctimas a verdugos. No, desde luego, los 750 pasajeros de las naves interceptadas esta semana no eran supervivientes de ningún holocausto, sino militantes con un propósito político-propagandístico evidente. Pero justamente por eso, porque el objetivo básico de la llamada flotilla de la libertad no era la ayuda humanitaria, sino librar contra Israel una nueva batalla mediática y "desenmascarar la brutalidad del régimen sionista", la desastrosa y sangrienta intervención de las fuerzas especiales ha proporcionado a los promotores de la expedición una victoria, un éxito mucho mayor que si hubiesen conseguido fondear en Gaza.
Equivocación garrafal, en fin, porque si de algo carece Israel ahora mismo en la comunidad internacional es de amigos y defensores, y el trágico ataque a la flota propalestina encoge todavía más ese ya menguante campo. Algunos analistas han llegado a insinuar la hipótesis de que el primer ministro Netanyahu buscó el baño de sangre para empujar a los palestinos a romper las negociaciones promovidas por Barack Obama y su hombre en la región, George Mitchell. Si fuese así, entonces ya no se trataría de una equivocación, sino de una auténtica locura.
Lo que ocurrió al comienzo de esta semana en aguas del Mediterráneo oriental merece, pues, una condena firme y exige una investigación veraz, condena e investigación como las que han expresado y reclamado la Unión Europea y sus gobiernos. Cosa distinta es que, en el clima emocional de estos días, debamos dar por válidas y honestas todas las protestas contra la actuación militar israelí. ¿Qué crédito poseen, por ejemplo, las formuladas por la República islámica de Irán y sus satélites Hezbolá y Hamás, cuando en las calles y en los patíbulos de Teherán, a lo largo del último año, han sido asesinadas por el régimen de Ahmadineyad 10 veces más personas de las que perecieron a bordo del buque Mavi Mármara?
Y ya que aludimos a este navío de bandera turca, detengámonos un momento en el papel desempeñado ante la crisis por el Gobierno de Ankara, que encabeza Recep Tayyip Erdogan. Primero este bendijo y promovió, a través de una ONG islamista afín, los preparativos de la expedición naval a Gaza. Después del dramático desenlace, tanto Erdogan como sus ministros han calificado lo sucedido de "inhumano terrorismo de Estado", "piratería", etcétera. Lástima que tales juicios procedan de los máximos representantes de un sistema al cual no le ha bastado con un siglo entero para reconocer la responsabilidad turca en el genocidio armenio; de un régimen que, a lo largo de las últimas décadas, en el Kurdistán, ha violado todos los derechos humanos, ha cometido toda suerte de atrocidades -desde la limpieza étnica a la guerra sucia- y ha causado decenas de miles de muertos.
Sí, en este caso Israel se ha ganado una severa reprobación política y moral. Lo cual no supone que, entre quienes le condenan, todo el mundo posea la legitimidad histórica y ética para hacerlo.
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