El último papa en visitar esos arduos escenarios había sido Juan Pablo II en 1982. A su sucesor le esperaba, empero, una agenda todavía más complicada, muy marcada por los abusos clericales a menores, escandalosos en Inglaterra (y en Irlanda, EEUU, Bélgica, ...), pero también por las siempre tensas relaciones entre anglicanos y católico-romanos y otras confesiones y por la militancia de quienes reivindican el matrimonio sacerdotal, el aborto, la homosexualidad, y variadas formas de lo que Roma impugna como "relativismo moral". Para peor, el también alemán cardenal Walter Kasper, que hubo de acompañar al Papa, había tenido que quedarse en el Vaticano dada la enérgica reacción provocada por sus afirmaciones de que el Reino Unido le parece "un país del Tercer Mundo", marcado ahora por "un nuevo y agresivo ateísmo".
Las crónicas periodísticas de este viaje papal subrayan dos dimensiones que, supongo, seguirán marcando el futuro de este pontificado. Por un lado, los escándalos de la pederastia que, además de un encuentro simbólico con algunas de sus víctimas, dieron lugar a una confesión de vergüenza eclesial frente a "esta perversión del ministerio sacerdotal". Por el otro lado, su concepción de la Iglesia en el mundo actual, incluso en el sistema político. Benito XVI lamentó ante una audiencia de notables en el Westminster Hall que, en nombre de la tolerancia y el respeto a otros credos, la fe cristiana sea marginada del discurso político e incluso de la vida pública. "Hay quienes pretenden que la voz de la religión sea silenciada, o al menos relegada a la pura esfera privada", afirmó el Papa. ¿Qué pretende que diga y haga la Iglesia en la esfera pública, incluso en el discurso polítiico? Queda por ver si en su próxima visita a España Benito XVI ahonda en tan polémico tema.
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