Al presidente francés le gustan los toros, Madrid, la cultura  española y Estados como el suyo, bien centralizados, con una gran lengua  universal y las mínimas monsergas regionalistas. Cuando se sacó de la  manga la idea de una institución europea volcada al Mediterráneo, a  principios de 2007 y en plena campaña electoral, lo último que podía  ocurrírsele era que quedara vinculada al nombre de Barcelona. En la  noche de su victoria fue una de las banderas ideológicas que levantó:  iba a organizar una Unión Mediterránea que cambiaría al mundo. Su idea  era organizar una alternativa mediterránea a la Unión Europea, de la que  quedarían excluidos los países no ribereños del Norte y, en especial,  Alemania. Sería una construcción en la que Francia ocuparía el lugar  central, aunque, eso sí, los fondos para los programas deberían salir de  las arcas de Bruselas. También quitaría a los españoles la iniciativa  del Proceso de Barcelona, iniciado en 1995 con la Conferencia  Euromediterránea que se celebró en la capital catalana. Compensaría,  así, el desastre cosechado por su antecesor Jacques Chirac con el  Tratado de Niza, cuando Francia dejó de pesar lo mismo que Alemania en  la Unión Europea a la hora de votar y de contar con cuotas de poder. Ya  se sabe que Francia siempre ha viajado en primera con billete de  segunda, según frase vitriólica del canciller alemán Konrad Adenauer.     
                 Afortunadamente para todos, barceloneses incluidos, la  diplomacia francesa, el famoso Quai d’Orsay, da sopas con onda a su  presidente. Las genialidades de Sarkozy fueron troceadas y pasadas por  los tamices de sus magníficos diplomáticos, que negociaron con destreza  hasta destilar una fina composición, afortunadamente irreconocible, pero  que su presidente podrá exhibir como trofeo personal. En los anales  quedará que al voluntarismo de Nicolas Sarkozy se debe la Unión por el  Mediterráneo-Proceso de Barcelona, que tal es el nombre del artefacto,  nacido en una cumbre en París el 13 de julio de 2008. El organismo,  formado por 43 países de las dos orillas, integra a todos los socios  europeos y forma parte de la arquitectura de la UE. Es menos  grandilocuente y ambicioso que el anterior Proceso de Barcelona.  Recordemos que entre los objetivos de la Conferencia de 1995 se contaba  que en 2010 el Mediterráneo sería una gran zona de libre cambio,  objetivo que queda muy lejos de la realidad de los intercambios y  obstáculos todavía existente. Ahora, en cambio, se trata de hacer lo que  Sarkozy llama humildemente una unión de proyectos. 
 A pesar de la cura de realismo, el camino para que la UpM eche  andar no es nada fácil. Hubo un ligero rifirrafe por la designación de  la sede. Los méritos de Barcelona frente a La Valeta o Túnez, las otras  candidatas, eran obvios. Aunque bien pudieron surgir otras apuestas,  como Marsella o Tánger, el pragmatismo francés quiso complacer a los  socios españoles, no fuera caso de que hicieran descarrilar todo el  invento. Todavía habrá que saltar alguno de los muchos obstáculos de los  que el Mediterráneo dispone en abundancia antes de que empiece a  navegar: la enemistad entre Argelia y Marruecos con el Sahara de fondo,  la tensión entre Chipre y Turquía por la parte turca de la isla, la  permanente hostilidad antieuropea del Estado freaky que es la  Libia de Gaddafi y, en el centro de todos los conflictos, esa paz  siempre pendiente, siempre lejana, entre israelíes y palestinos. Este  fue el obstáculo que enrocó al Proceso de Barcelona y al que hay que  sortear ahora para que no vuelva a bloquearse de nuevo. 
 Al final, pues, hete aquí que Barcelona será y es ya la capital  del Mediterráneo, con su pequeña secretaría abierta en Pedralbes desde  el pasado jueves. En junio albergará la primera cumbre de la UpM ya en  funcionamiento y cabe esperar que muy pronto arranquen esos proyectos  que deben definirla: energía solar, autopistas del mar, protección civil  ante las catástrofes, intercambios universitarios y desarrollo de las  pymes de las dos orillas. Las banderas de los 43 ondean frente a  Pedralbes, el Palacio Real construido para Alfonso XIII, donde se  hospedaba el general Franco en sus viajes a Barcelona. El símbolo de la  vocación de capitalidad queda así satisfecho, con la secretaría que  dirige el diplomático jordano Ahmed Masadeh. ¡Al fin, gracias a Sarkozy,  capital europea de algo! 
          
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